Salir del armario no es una decisión fácil de tomar, sobre todo cuando no eres consciente de tu literaria orientación sexual. ¿He dicho literaria? Perdón. En realidad quise decir verdadera. Sí, no es fácil salir del armario a no ser que tengas a un narrador metomentodo que se cree Dios.

Pregúntaselo a Pablo Hernández. O mejor, lee Salir del armario, un relato lleno de humor que juega con la metaliteratura y gana la partida.

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Salir del armario

Un relato de Pablo Hernández

El lunes pasado, mientras comparaba precios en la sección de vinos del supermercado, un vecino pasó a mi lado y me acarició la mano de un modo nada fortuito. Por suerte mi mujer estaba distraída y no observó nada, ya que de haberlo hecho sin duda me habría generado un problema bastante gordo. Lourdes siempre dice que todos los hombres somos unos viciosos y que lo mismo nos da la carne que el pescado, por mucho que nos empeñemos en negarlo. Además es una mujer con mucho carácter y de naturaleza desconfiada, así que me hubiera resultado imposible convencerla de que nuestro vecino me había confundido con otra persona y que a mí nunca me han gustado los hombres.

Esa noche, mientras me cepillaba los dientes en el cuarto de baño, descubrí que a través de un azulejo roto en la pared se filtraba una conversación entre mi vecino y otro hombre.

—Nos hemos visto esta tarde en el supermercado, pero no hemos podido hablar porque iba con su mujer.

De pronto sentí que el rostro se me nublaba por el azoramiento y la vergüenza al comprender que, del mismo modo que yo podía violar su privacidad en secreto, él podía hacer lo mismo. Después de todo, mi matrimonio no pasaba por su mejor momento, raro era el día que no discutía con Lourdes y me aterraba la posibilidad de que mi vida privada se convirtiera en objeto de chismorreos entre los vecinos.

—¿Y cómo ha reaccionado él? —inquirió el otro hombre.

—Ni siquiera me ha mirado, creo que tiene miedo de que su mujer descubra lo nuestro. De cualquier forma hace unos días me aseguró que tiene pensado hablar con ella esta misma semana y terminar con esa farsa de matrimonio. Está como loco por salir del armario.

De la vergüenza pasé a una triste sonrisa, pensando que sin duda mi vecino hablaba de otro hombre, y que el episodio del supermercado había sido un terrible error de su parte, al confundirme con su amante. Después de todo no tengo ninguna aventura con él, y a pesar de mis diferencias con Lourdes, nunca se me ocurriría ponerle los cuernos, ni mucho menos abandonarla.

—¿Y cómo es él?

—Ya lo conocerás, pero te adelanto que es una preciosidad: alto, delgado y con unos hoyuelos que… ¿Te he hablado de sus hoyuelos? ¡Tendrías que verlo cuando sonríe!

—¿Y de coco cómo anda?

—Es un sol, te enamorarías nada más conocerlo.

—Lo pintas tan bien que parece irreal. ¿Seguro que no tiene ningún defecto?

—Ninguno, salvo quizás esa obsesión suya de convertir en literatura cualquier episodio de su vida.

Aquella misma noche, empujado precisamente por esta obsesión, empecé a escribir un relato inspirado en esta inverosímil historia que me tenía a mí como protagonista involuntario. No escribí demasiado, apenas 470 palabras, pero de cualquier manera Lourdes se mosqueó mucho, porque si hay una cosa que le disgusta profundamente es verme escribir en lugar de ocuparme de cosas más importantes, como por ejemplo conseguir un ascenso o comprarle ropa más cara.

El martes y el miércoles fueron tranquilos, solo discutimos tres veces, pero el jueves, cuando regresaba de trabajar, coincidí en el ascensor con un hombre que me miraba los hoyuelos con un descaro absoluto. Tendría alrededor de cuarenta y lucía esa horrible estética afeminada que a Lourdes y a mí siempre nos ha parecido de mal gusto, aunque debo decir que más a ella que a mí. De cualquier modo me molestó su descaro, así que le pregunté si pasaba algo.

—No, nada —contestó con repentina timidez, y en ese momento el aparato se detuvo y ambos lo abandonamos.

Mientras introducía la llave en la cerradura observé que el hombre iba precisamente al apartamento de mi vecino, cuya puerta estaba abierta. Antes de entrar, se volvió para mirarme por última vez, pero al percatarse de que le observaba entró deprisa y corriendo al interior.

Un rato después, cuando me disponía a retomar el relato, sonó el teléfono.

—Querido —dijo la voz de mi vecino—, creo que has sido un poco grosero con Fernando, ¿no crees? Deberías disculparte.

—¿Cómo dice? ¿Quién es usted? ¿Con quién quiere hablar? —fingí, y luego colgué.

Lourdes me miró con una ceja levantada.

—¿Quién ha llamado?

—No lo sé, creo que se han equivocado.

Asintió con la cabeza, aunque estoy seguro de que no me creyó.

Por la noche, cuando se metió en la cama, me senté en el sofá con el portátil sobre las rodillas y me puse a escribir las líneas finales del relato, describiendo el episodio del ascensor y la posterior llamada telefónica, aunque no conseguía cerrar la historia. Es por eso que decidí trasladarme con el aparato al cuarto de baño, buscando la inspiración.

Pero un rato después Lourdes abrió la puerta violentamente.

—¡Llevas una hora aquí metido! —gritó—. ¡Esto no va a continuar así!

—¡Déjelo en paz, bruja! —ordenó la pared.

—¿Cómo? ¿Quién ha dicho eso? —exclamó Lourdes, descubriendo el azulejo roto.

Me quedé callado mientras ella pegaba el oído a la rotura, tratando de escuchar. Luego me miró, con los ojos tan abiertos que pensé que se le saldrían de las cuencas, y a renglón seguido abandonó el baño precipitadamente.

—¿Se ha ido ya? —susurró mi vecino.

—Sí —dije—. Fijo que hoy duermo en el sofá.

—Lo siento, mi amor.

—No es culpa tuya, cariño —contesté, muy desorientado.

A la mañana siguiente, al despertarme, encontré a Lourdes de pie junto al sofá. A sus pies había una maleta, y con sus manos aferraba de los bordes mi ordenador portátil.

—¡Al menos podrías haber cambiado los nombres! —gritó furiosa, lanzándome el aparato, que impactó en mi cabeza antes de estrellarse contra el suelo haciendo un ruido espantoso.

Rápidamente sentí una corriente de dolor en la frente que me llegó hasta los tobillos, pero mantuve la compostura.

—¡No es lo que parece! —protesté sin credibilidad alguna, poniéndome en pie.

Pero fue inútil. Lourdes agarró la maleta y se marchó dando un portazo, probablemente para siempre.

Una vez solo, recogí el portátil, lo encendí y comprobé que, a pesar del golpe, parecía funcionar correctamente. Después me palpé la frente. Tenía un bulto del tamaño de un tomate, pero estaba casi seguro de que mi vida no corría peligro.

En el baño busqué una aspirina y luego traté de relajarme en la ducha, digiriendo el chorro de agua fría contra el bulto, pero fue un alivio solo a medias.

Mientras me secaba con una toalla escuché la voz de mi vecino a través del azulejo roto.

—A partir de ahora podremos estar siempre juntos —dijo—. ¿Quieres que pase ahora?

—Prefiero estar solo unos días —contesté—. Para pensar.

—Pensar no te hará bien. Necesitas distraerte, ocupar tu mente en algo creativo.

—Estoy escribiendo un relato, pero no sé cómo acabarlo.

—Acabalo así: él le dice a su amante que le ama, y luego escribe «FIN».

—Te amo.

 

FIN

 

Salir del armario es un relato de © Pablo Hernández 

Portada de David de la Torre

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