Artículo introductorio de una serie dedicada a «lo sublime» de Tamara Iglesias, en esta su primera colaboración en Revista MoonMagazine.

Transposición, principio y estética de lo sublime

Cuando presenciamos el nacimiento y desarrollo de un concepto, casi como si se tratara de un recién nacido, nuestro primer impulso es nombrarlo para poder referirnos a él tomándonos nuestro consabido tiempo en encontrar la formación gramatical que mejor se adhiera a sus características intrínsecas.  Así ocurre con el término «sublime» de origen latino y desarrollado a partir de la partícula «sublimis», que a su vez se conforma por dos componentes: «sub» (bajo) y «limis» (límite), y que designa a todo aquello que es visto como eminente, esa substancia que alcanza un nivel elevado en la escala de valores morales, intelectuales y estéticos.

Por supuesto adentrándonos en materia filosófica, «lo sublime» resulta ser una categoría estética derivada de la obra Tratado de retórica de lo sublime de Longino (profesor y escritor griego probablemente en activo durante un periodo comprendido entre el siglo I y III de nuestra era) que consiste en el estudio de la «idea de grandeza» o «belleza extrema», esa magnificencia capaz de llevar al espectador a un éxtasis más allá de su discernimiento lógico o incluso de provocar perjuicio ante la imposibilidad de su asimilación ordinaria. Podríamos decir por tanto que sublime es todo aquello que nos eleva por encima de lo que somos, haciéndonos conscientes de dicha elevación empleando su singularidad, su disposición heteróclita y abigarrada; una definición en la que sería imposible eludir el encumbramiento del arte como entelequia de la belleza.

Precisamente, la idea de belleza ya había sido tratada por Aristóteles con anterioridad considerando que «un objeto bello es todo aquel que no necesita añadidos ni cambios», una calidad que produce goce sin fines prácticos (algo que secundará Kant al hablar de autonomía de la belleza en la Edad Moderna); pero para Longino hay una clara divergencia entre una pieza «bella» (siendo ésta capaz de persuadirnos e incluso convencernos de una idea sin llegar a extasiarnos) y una obra «sublime». En el segundo caso, incurre en una grandeza que no depende de la forma y que prescinde de las opiniones de sus observadores, dirigiéndose a una actitud psicológica que provoca que tenga la misma calidad y ámbito de trascendencia (¡que no significado!) para todo el mundo, con independencia de las temporales variaciones de gusto de la sociedad. Ilustrando este hecho por medio de un ejemplo, podemos argumentar con rotundidad que nadie se atrevería a negar el sobrecogimiento y admiración que nos produce la observación de la Gran Muralla China (un yacimiento histórico que consideramos bello y proceroso), ni a afirmar que las fotografías del conflicto de Gaza resultan un espectáculo admirable. Ello se debe a las consideraciones clásicas del canon (que santifica la grandiosidad), a la adecuada concurrencia de todas las partes (espectador y ente sublime que se encuentran en un hermenéutico recogimiento conversacional) y a la sinestesia (conjunción de esa grandiosidad del ente sublime con la menudencia de su concurrente).

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Gran Muralla China

Sobre #losublime y su santificación de la grandiosidad: Nadie se atrevería a negar el sobrecogimiento y admiración que nos produce la observación de la Gran Muralla China. Tamara Iglesias, historiadora del #arte. Clic para tuitear

Este punto que he ejemplificado muy recalcitrantemente, resulta absolutamente trascendental ya que el concepto de lo «sublime» fue redescubierto durante el Renacimiento y gozó de gran popularidad para el movimiento del Romanticismo hasta nuestros días; de hecho, a lo largo del siglo XVIII se multiplicaron de un modo cuasi surrealista las teorías referentes a lo sublime, provocando una marcada polarización en las discusiones estéticas del momento que veremos comentadas por diferentes figuras filosóficas en artículos posteriores. La categoría estética y su significado se gestan por tanto en una nueva sociedad en la que la experiencia, la percepción sensorial, la imaginación y la subjetividad del individuo cobran una importancia inusitada, comenzando a imponerse como nuevos medios de conocimiento, explicación y representación de la realidad hasta nuestra actualidad, en la que la elusión presentista de lo sublime se ha visto coaccionada por la acción del MassMedia (un hecho que ya vaticinó en su momento José Luis Brea) hasta el punto de que la contemporaneidad designe como sinonimia de la sublimidad a la hermosura.

En origen y durante todo el siglo XVIII, sin embargo, lo sublime se asocia a cualidades como la grandiosidad, la magnificencia, la oscuridad y sus consecuentes sentimientos: el temor, el asombro, el dolor o el peligro que, al estar a cierta distancia, produce al común de los mortales satisfacción y deleite por sabernos protegidos; es el caso, por ejemplo, de la cinematografía dedicada al género de terror, que en épocas de conflicto bélico sufre un fuerte relego pero en periodos de paz vive sus mayores repuntes, sabiéndose el auditorio protegido por una falsa sensación de control anestésico (concepto de Susan Buck-Morss) frente a la improbabilidad de ser atacado por el antagonista filmográfico.

Y ahora querido lector podrías preguntarme: «Pero Tamara, ¿por qué razón nos produce regocijo algo que nuestro cerebro tilda de negativo según nuestras percepciones de subsistencia evolutiva? Sabemos que la visión de un acantilado, aunque magnífica, resulta peligrosa si nos acercamos demasiado, ¿por qué entonces lo consideramos bello?», y a esta razonable pregunta te contestaré que este «horror» delicioso, ese miedo que al mismo tiempo produce en nuestro estómago una tracción hacia al vacío, resulta necesario para perpetuar el reconcomio de pequeñez ante el universo que nos rodea y que nos permite evolucionar frente ese ambiente hostil al que ya no debemos enfrentarnos; se trata de la carencia del «supra primigenio» (un concepto acuñado por mi persona) que nos obligaba a sobrevivir frente a la inminente peligrosidad del entorno, y que al desaparecer se transmuta en un coloquio interno marcado por la soledad y la meditación. Por poner un ejemplo claro, querido lector: cuando el ser humano desaíra (debido a sus comodidades sociales e históricas) la supervivencia a la que se ha visto sometido durante siglos, ocupa su lugar la reflexión: «¿Qué hago aquí? ¿Cuál es mi destino? ¿En qué debo emplear mi tiempo?…» una introversión que se realiza con más profusión frente al retraimiento que ofrece la contemplación de lo sublime y que se salda con la necesidad de superar al prójimo (lo que yo llamo «supra subsiguiente»).

Pero el punto común de la teoría estética respecto a lo sublime es la delgada línea que encontramos entre el dolor y el placer que suscita el sentimiento de sublimidad; el dolor suele causar experiencias más intensas que el placer, por eso nos atraen cuadros tan polémicos como El Guernica de Picasso, Los desastres de la guerra de Goya o El grito de Münch, inspirados por acontecimientos y sentimientos reales con los que podemos establecer una inclinación empática. Incluso el éxito de la tragedia griega como Medea o de las obras barrocas de Calderón (La vida es sueño) y Quevedo (El mundo por de dentro), radica en ese placer que el espectador siente al ser testigo del dolor de los personajes y encontrarse resguardado en la comodidad de su butaca. Por otra parte el miedo es una pasión estrechamente ligada con la percepción del dolor e incluso la muerte, algo que conduce inexorablemente hacia el terror de la pérdida y la desaparición del «yo», según Hutcheson; éste será sin duda el principio predominante de lo sublime.

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Sodoma y Gomorra, de Patinir

 

¿Cómo influyen el miedo y el dolor en nuestra percepción de #losublime? Primera entrega de una serie de artículos en los que Tamara Iglesias nos guiará por la historia del #arte. Clic para tuitear

Por último, y para terminar este artículo introductorio, me parece interesante destacar que encontramos dos variantes en las artes plásticas y literarias tremendamente influenciadas por estas teorías: por un lado lo pintoresco (caracterizado por lo irregular, lo particular y subjetivo, que nos habla del modo de ser del autor y de sus sentimientos; gran ejemplo de ello es Ingres, el revolucionario academista, considerado como padre de lo grotesco y bizarro dentro de la fantasmagoría clasicista) y lo sublime (que nos desborda, es incapaz de ser asumido por la razón humana y suele tener un aspecto relacionado con la naturaleza, siendo los casos más comunes las representaciones de tormentas, cielos infinitos y precipicios tan del gusto de Constable).  Sin duda es importante mencionar la existencia de paisajes inventados en estas obras que pueden representar algún tipo de agitación humana, una naturaleza que no se rige por reglas sino por emociones, y que genera sentimientos encontrados según el principio de inter-subjetivación del espectador; como ejemplo tenemos la obra renacentista de Patinir Sodoma y Gomorra, que conmina el horror con la magnificencia de la naturaleza, y que causa una amalgama cromática de sensaciones en el público, referenciadas por sus experiencias personales (a un soldado podrá recordarle a la guerra, a una pareja supeditada por el enamoramiento le evocará a la vorágine pasional, a un niño cuyo aprendizaje vital aún es reducido le parecerá una simple superposición de tintes… etcétera).

 

Tamara Iglesias

(Continuará)